En la vida —y en las historias— hay personas que actúan por deber, y otras que lo hacen por algo más profundo. Por convicción. Por principios. Iván es de esos hombres.
Cuando Pituco llegó a su vida, no lo hizo con un manual ni con promesas. No venía envuelto en expectativas ni atado a obligaciones. Era solo un pequeño perrito que lo había perdido todo. Pero eso bastó. Iván no lo acogió porque alguien se lo pidiera. Lo hizo porque era lo correcto. Porque su alma no sabe mirar hacia otro lado cuando hay un ser pequeño que necesita abrigo.

Desde entonces, Iván ha sido más que un compañero: ha sido padre, maestro, guía y protector. No desde el discurso, sino desde el gesto diario. Le ha enseñado a Pituco a disfrutar el mundo como lo haría cualquier perro libre: mojándose, corriendo, olfateando la vida sin miedo. Le ha mostrado que los viajes se recuerdan por los momentos compartidos, que una fotografía puede guardar el alma de un día feliz, y que la familia no siempre nace: a veces se elige y se construye, paso a paso, ladrido a ladrido. Culto, sereno, viajero incansable, Iván ha vivido en muchos lugares, pero lleva dentro algo inamovible: un sentido del bien que no necesita explicaciones. Y en medio del hogar que forma junto a Valeria, es él quien sostiene con firmeza, quien enseña con ternura, quien protege con el silencio de quien no espera nada a cambio.

Para Pituco, Iván no es solo su humano. Es su norte. El que nunca lo trata como un adorno, sino como lo que es: un compañero. Un pequeño valiente. Un perro que merecía una nueva oportunidad… y que la encontró en los brazos de un hombre que simplemente decidió hacer lo correcto.

"—Tengo muy claro señor, y siempre he sabido que mis perros no son mis hijos…
Pero también sé muy bien y tengo claro que, para mis perros, yo soy su padre
y nunca los voy a dejar solos".